Los recientes asesinatos de Joaquín Martínez López, alcalde de Chahuites, Oaxaca, y Antonio Crespo Bolaños, regidor de Chilapa, Guerrero, ambos pertenecientes a Morena, son la confirmación de una realidad que México no puede seguir ignorando: la política se ha convertido en una profesión de alto riesgo. Estos crímenes no son eventos aislados; forman parte de una espiral de violencia que ha alcanzado niveles alarmantes y que pone en entredicho no solo la seguridad de los actores políticos, sino la viabilidad misma de la democracia en el país.
Un patrón de violencia que no se detiene
En los últimos años, México ha visto un aumento exponencial de la violencia política. Durante las elecciones intermedias de 2021, más de 100 políticos fueron asesinados, muchos de ellos en plena campaña. Los crímenes de Martínez López y Crespo Bolaños no son casos excepcionales, sino la continuación de un patrón que se repite con alarmante regularidad. Alcaldes, regidores, candidatos y activistas enfrentan amenazas, secuestros y asesinatos por parte del crimen organizado, caciques locales y otros actores que buscan controlar el poder político por la fuerza.
Este fenómeno no solo afecta a los políticos, sino también a sus familias, equipos de trabajo y comunidades. Cada asesinato envía un mensaje claro: el poder en México no se disputa únicamente en las urnas, sino también con balas. Es un golpe directo a la democracia, un recordatorio de que las instituciones son incapaces de proteger a quienes las representan y de que el estado de derecho es una promesa incumplida.
¿Dónde está el gobierno?
El gobierno federal, estatal y local ha mostrado una alarmante indiferencia hacia esta crisis. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha minimizado repetidamente la violencia, calificándola como un “fenómeno heredado” o “aislado”. Pero la realidad es que su estrategia de seguridad, basada en “abrazos, no balazos”, ha fracasado rotundamente. El crimen organizado opera con total impunidad, infiltrándose en los procesos políticos y ejerciendo control sobre regiones enteras.
El gobierno no solo ha sido incapaz de garantizar la seguridad de los políticos locales, sino que ha fallado en implementar estrategias efectivas para desmantelar las redes de violencia que amenazan la democracia. Cada asesinato es una prueba más de su inacción, y cada político muerto es una vida que el Estado ha abandonado a su suerte.
La doble tragedia: silencio e impunidad
La tragedia de estos asesinatos no se limita a la pérdida de vidas humanas. También está el silencio cómplice que rodea estos crímenes. La mayoría de los casos quedan impunes, y las investigaciones, cuando existen, son superficiales y carecen de resultados concretos. Este ciclo de impunidad no solo perpetúa la violencia, sino que desalienta la participación política y refuerza la percepción de que en México, la justicia no es más que una ilusión.
Además, la violencia política no discrimina partidos. Aunque los asesinados en este caso pertenecen a Morena, el problema afecta a todas las fuerzas políticas. Esto no es un asunto de banderas partidistas, sino de un sistema político que está siendo corroído desde dentro por el crimen y la falta de voluntad para enfrentarlo.
Un país en deuda con su democracia
La violencia contra los políticos locales tiene un impacto devastador en las comunidades que representan. Cuando un alcalde o regidor es asesinado, no solo se pierde a una persona; se pierde la confianza en las instituciones, se debilita el tejido social y se perpetúa un estado de terror que beneficia únicamente a los intereses delictivos.
México no puede aspirar a ser una democracia plena mientras los políticos sean asesinados por cumplir con su deber o simplemente por aspirar a un cargo público. Este es un país que necesita con urgencia proteger a quienes están en la primera línea de la vida pública, porque su seguridad es también la seguridad de nuestras instituciones y de nuestra sociedad.
Reflexión final: ¿hasta cuándo?
Los asesinatos de Joaquín Martínez López y Antonio Crespo Bolaños son un llamado urgente a la acción. México no puede seguir tolerando que su democracia sea secuestrada por el miedo y la violencia. El gobierno, los partidos políticos y la sociedad civil tienen la responsabilidad de exigir y construir un país donde hacer política no sea una sentencia de muerte.
La pregunta no es solo cuántos más morirán, sino cuánto más podrá soportar la democracia antes de que colapse por completo bajo el peso de la sangre y la impunidad. Es momento de que México despierte, porque el precio de la inacción no es solo el asesinato de políticos; es el asesinato de la esperanza misma.
4o