El 23 de octubre de 2024 marcó un momento crucial para el futuro legal y político de México, cuando las comisiones del Senado aprobaron una reforma que establece la supremacía de la Constitución sobre cualquier recurso jurídico. Este cambio, impulsado por la mayoría de Morena y sus aliados, apunta a consolidar un marco en el que la Carta Magna quede blindada contra amparos, controversias y otros mecanismos de defensa judicial.
A primera vista, esta reforma parece fortalecer la soberanía de la Constitución. ¿Quién podría oponerse a que la ley máxima de un país tenga primacía? Sin embargo, como ocurre con muchas iniciativas aparentemente bien intencionadas, el diablo está en los detalles. Al analizar esta modificación, surgen preguntas inquietantes: ¿Se trata de proteger a la Constitución o de debilitar los contrapesos democráticos?
La clave del debate radica en el equilibrio de poderes. La posibilidad de impugnar reformas constitucionales a través de herramientas como los amparos no es un lujo, sino una salvaguarda esencial en cualquier democracia funcional. Los recursos jurídicos son, en muchos casos, el único medio para que los ciudadanos y organizaciones defiendan sus derechos frente a abusos del poder legislativo o ejecutivo. Eliminar esa posibilidad abre la puerta a que el poder político moldee la Constitución según sus intereses, sin temor a cuestionamientos legales.
Un aspecto alarmante de esta reforma es el contexto político en el que se aprueba. En un país profundamente polarizado y con un gobierno que no oculta su desdén hacia las instituciones que no se alinean con su visión, esta modificación no parece ser una medida para fortalecer el Estado de Derecho, sino una herramienta para consolidar un poder centralizado.
El Senado intentó suavizar las críticas eliminando propuestas polémicas, como la retroactividad de las nuevas disposiciones. Sin embargo, el problema de fondo persiste: la reforma no aborda cómo garantizar que los cambios a la Constitución sean verdaderamente democráticos y no el resultado de intereses coyunturales.
La Constitución es, y debe ser, un documento vivo, adaptable a los tiempos, pero también debe estar protegida contra modificaciones que respondan únicamente a la voluntad de una mayoría legislativa transitoria. En lugar de blindarla contra recursos jurídicos, el debate debería centrarse en cómo garantizar que los cambios a la Constitución sean legítimos, incluyentes y reflejen el interés general, no una agenda política específica.
En este contexto, los ciudadanos debemos preguntarnos: ¿estamos dispuestos a ceder herramientas de defensa jurídica a cambio de un argumento de “supremacía constitucional”? El riesgo es claro: sin controles efectivos, el poder absoluto no recae en la Constitución como institución, sino en quienes la manipulan a su conveniencia.
La reforma sobre la supremacía constitucional es un recordatorio de que la democracia no solo se protege en las urnas, sino también en los detalles de las leyes que rigen nuestro sistema político. México merece un debate más amplio y honesto sobre el futuro de su marco jurídico, antes de que las decisiones de hoy se conviertan en las cadenas de mañana.
¿Estamos listos para afrontar las consecuencias?