El Poder Judicial en México atraviesa una de las mayores crisis de su historia. La renuncia masiva de ocho ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), incluida su presidenta Norma Lucía Piña Hernández, no solo es un hecho sin precedentes, sino un grito de alarma sobre la fragilidad de la democracia mexicana y la peligrosa concentración del poder.
Estas renuncias no ocurrieron en el vacío; son consecuencia directa de una reforma judicial impulsada por el gobierno federal, que ha sido duramente criticada por imponer condiciones que, según los ministros, amenazan la independencia del Poder Judicial. En un país donde la confianza en las instituciones ya es limitada, la salida de estos jueces abre una herida profunda en la percepción pública sobre el equilibrio entre los poderes.
Pero esta no es solo una disputa entre el Ejecutivo y el Judicial. Es un reflejo de cómo el gobierno actual ha optado por gobernar a través de la confrontación. Desde el inicio de la administración, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha señalado reiteradamente al Poder Judicial como un obstáculo para sus reformas “transformadoras”. Los calificativos como “corruptos” o “al servicio de las élites” han sido frecuentes en su discurso, minando la legitimidad de una institución clave para el Estado de Derecho.
¿Acaso es esta una estrategia política para justificar una mayor centralización del poder? Los ciudadanos tenemos derecho a sospecharlo. La narrativa gubernamental parece estar diseñada para desacreditar a cualquier institución que no se alinee con su proyecto. Pero esta estrategia no solo polariza a la sociedad, también pone en riesgo el sistema de contrapesos que garantiza nuestra democracia.
La independencia judicial no es un capricho de los jueces, sino un pilar de cualquier estado democrático. Sin un Poder Judicial autónomo, los ciudadanos quedamos indefensos frente a los abusos de los otros poderes. Si el gobierno actual realmente buscara una transformación en favor del pueblo, debería fortalecer a las instituciones, no debilitarlas.
Es cierto que el Poder Judicial no está exento de críticas. Durante años, ha sido visto como un espacio de privilegios y opacidad. Pero la solución a sus problemas no puede ser una reforma diseñada para someterlo al control político. La renuncia de los ministros es un acto extremo que refleja su desacuerdo con los términos impuestos por el gobierno. No obstante, también es un mensaje preocupante: si los jueces más altos del país sienten que no pueden ejercer su labor con independencia, ¿qué podemos esperar el resto de los ciudadanos?
México necesita un gobierno que respete las reglas del juego democrático. La transformación que prometió este sexenio no puede basarse en la destrucción de los contrapesos institucionales. El camino hacia un país más justo no pasa por desmantelar las instituciones, sino por fortalecerlas y garantizar que funcionen al servicio de todos, no de una agenda política.
Esta crisis nos interpela como sociedad. ¿Permitiremos que la concentración del poder siga avanzando? ¿Aceptaremos un país donde la justicia esté subordinada al capricho del Ejecutivo? Es momento de exigir más que promesas vacías y discursos polarizantes. La independencia del Poder Judicial no es negociable, porque sin justicia no hay democracia, y sin democracia, no hay futuro.