El reciente voto del ministro Alberto Pérez Dayán en la Suprema Corte de Justicia de la Nación no fue solo una sorpresa, fue un golpe brutal a la esperanza de que en México aún existan contrapesos reales al poder. La decisión de Pérez Dayán de romper el bloque de ocho ministros que se perfilaba para declarar inconstitucional la reforma judicial no solo garantizó la supervivencia de una de las medidas más polémicas del actual régimen, sino que evidenció que la independencia judicial está colapsando bajo la presión política.
Hablemos claro: esta reforma no busca mejorar la justicia ni democratizar el sistema judicial. Introducir la elección de jueces por voto popular es, en realidad, un movimiento maquiavélico para politizar los tribunales y garantizar que el poder tenga jueces a su servicio. Y Pérez Dayán, con su voto, avaló este atropello a la democracia disfrazado de legalidad técnica.
El ministro justificó su decisión diciendo que las acciones de inconstitucionalidad eran improcedentes y que no se podía responder a una “insensatez” con otra. Pero, ¿qué es más insensato: permitir que se politice la justicia o buscar frenar este despropósito? Su postura, que podría sonar prudente, fue en realidad una capitulación estratégica. Porque aquí no se trata de tecnicismos legales, se trata de principios. Y el principio de la independencia judicial fue traicionado.
La ruptura del bloque de ocho ministros dejó en claro que el poder político tiene la capacidad de fragmentar incluso los organismos que deberían resistirlo. Con siete votos a favor y cuatro en contra, el proyecto del ministro González Alcántara Carrancá, que buscaba invalidar la reforma, fue rechazado. Y con ello, México perdió una oportunidad de oro para frenar la politización del sistema judicial.
Lo más preocupante no es solo la decisión, sino lo que simboliza. Pérez Dayán no votó en un vacío; su postura refleja el peso de un régimen que ha demostrado que no tolera contrapesos. Este no es el primer golpe al Poder Judicial, pero es quizás el más devastador. Porque, al romper el bloque de ministros, no solo fracturó un frente común, fracturó la confianza en que la Corte pueda resistir las embestidas del poder.
La reacción fue inmediata. Desde el oficialismo, celebraron su decisión como un triunfo del “Estado de Derecho”, mientras que desde la oposición y la sociedad civil lo señalaron como una traición. ¿Traidor? ¿Prudente? Ninguna etiqueta hace justicia al daño que este voto representa. La realidad es que su decisión será recordada como el momento en que la Corte se dobló, quizá irremediablemente, al poder político.
Porque, seamos claros, la reforma judicial es un ataque directo a la democracia. Elegir jueces por voto popular en un país donde las elecciones están plagadas de clientelismo y desinformación no es democratizar, es corromper. Es abrir las puertas a jueces que no responden a la ley, sino a quienes financiaron sus campañas. Y lo que es peor, la creación de un Tribunal de Disciplina Judicial bajo esta reforma solo refuerza el control político, pues cualquier juez que no siga la línea podrá ser sancionado. Esto no es justicia, es un montaje.
El problema de fondo es la indiferencia. Mientras los ministros discuten, mientras las redes sociales se encienden y los titulares van y vienen, la mayoría de los ciudadanos sigue sin entender lo que está en juego. Esta reforma no es un tema técnico ni una discusión exclusiva de abogados. Es el futuro de nuestros derechos. Porque, cuando un juez ya no tenga la independencia para defender a un ciudadano frente al abuso del poder, todos estaremos indefensos.
El voto de Pérez Dayán no solo cambió el rumbo de un proyecto; cambió el destino de la justicia en México. Y el costo de esa decisión lo pagaremos todos. Porque, mientras la Corte se doblega, el poder se consolida. Y cuando la justicia deja de ser un contrapeso, se convierte en un arma. Hoy fue la Corte. Mañana, quién sabe. Lo único seguro es que, si seguimos callados, no quedará nada que defender.