¿Un impuesto a capricho?
El gobierno ha decidido que los videojuegos violentos deben pagar un 8 % extra. La narrativa oficial habla de proteger la salud mental, reducir conductas agresivas y desalentar el consumo de títulos con clasificación C o D. Sobre el papel suena noble, pero en la práctica la medida huele más a recaudación disfrazada que a política pública responsable.
¿Realmente el Estado puede demostrar que un impuesto va a convertir a un jugador en alguien menos agresivo? ¿O es más bien una salida fácil para sumar ingresos sin tocar problemas estructurales?
¿De verdad son los videojuegos el enemigo?
Décadas de estudios han buscado ligar los videojuegos con la violencia social. El resultado: correlaciones débiles, nada concluyente. Mientras tanto, factores como pobreza, desigualdad y falta de oportunidades siguen siendo los verdaderos detonantes de violencia en México.
Pero es más sencillo culpar a una consola que a un sistema fallido de seguridad, educación o justicia. Y ahí está el error: un impuesto que parte de un prejuicio, no de evidencia.
El golpe más duro: los estudios indie
Los grandes corporativos pueden absorber un impuesto. Nintendo, Sony o Activision sobrevivirán. El verdadero problema está en los desarrolladores independientes, que ya trabajan con presupuestos limitados y dependen de cada venta para mantenerse vivos.
Estudios como BeWolf ya lo advirtieron: este impuesto puede condenar a toda la escena indie mexicana. ¿Qué pasará cuando un jugador vea un título independiente, con precio más alto y sin la fama de una gran franquicia? Simple: elegirá lo conocido. Y con ello, se apaga la chispa de la innovación local.
¿Queremos cultura digital… o más mercado negro?
Subir precios en un país con salarios bajos tiene un efecto inmediato: pirateo. México ya lidia con altos niveles de piratería en música, cine y software. ¿Por qué pensar que los videojuegos serán la excepción?
El resultado puede ser contrario a lo que se promete: menos ventas legales, menos impuestos recaudados, más mercado informal. ¿Qué tan sensata es una política que, de entrada, alimenta al enemigo que dice querer combatir?
La libertad de jugar también es un derecho
Al final, estamos hablando de cultura. Los videojuegos son narrativa, música, diseño visual, programación: arte contemporáneo. Gravar con un “impuesto moral” el acceso a esa cultura es un mensaje peligroso.
¿Queremos un país que impulse su creatividad digital o uno que la castigue con sobreprecios? La pregunta no es menor: lo que está en juego no son solo pesos, sino el futuro de una industria que puede generar empleo, talento y orgullo nacional.
Jugadores, este es el momento de alzar la voz
Si de verdad nos preocupa el consumo responsable, hay caminos más serios: educación digital, control parental efectivo, transparencia en clasificaciones y apoyo fiscal a creadores locales. Eso sería pensar en el largo plazo.
Lo otro —un impuesto sin sustento real— es simplemente cargarle el costo al jugador y asfixiar a quienes intentan crear.
Por eso el llamado es directo: no basta con quejarnos en redes, hay que organizarnos. Firmar peticiones, exigir explicaciones a nuestros representantes, apoyar a estudios independientes y, sobre todo, demostrar que los jugadores no somos un cajero automático ni un enemigo público.
Si dejamos pasar este impuesto, mañana puede venir otro: a la música, al cine, a cualquier forma de cultura incómoda para el poder. El momento de frenar esta medida es ahora.